Hace unos días viajé treinta eternos minutos en micro, sentado al lado de un anciano. Un señor de edad avanzada, de esa edad que da escalofríos verla: tiñe de fragilidad las extremidades y el aspecto de una persona que fue “último modelo”. Una edad que va normalmente acompañada de bastón y seguida de un particular olor. ¿A encierro? ¿A ropa vieja? ¿A viejo? Un olor que condensa una verdadera enciclopedia de cotidianidades, la verdadera e individual sabiduría para el último de los días.
Reparé en sus manos arrugadas y unas uñas largas, gruesas y amarillentas, para recordar esa idea maldita de que todos nosotros, todas nuestras entrañas, nuestra piel, será teñida de la misma fragilidad en el largo, mediano o corto plazo. Nos arrugaremos. Las uñas nos crecerán deformes. Nuestra boca no será sino una mueca de dolor, tristeza y desgano. Y de soledad, porque los dientes la abandonarán. Nuestros hombros no querrán izar jamás el emblema del cuello porque nuestra cabeza decidirá mirar hacia el suelo: estaremos cansados de observar generaciones que no entenderemos, y que no entenderán por qué no las entendemos.
Reparé en sus manos arrugadas y unas uñas largas, gruesas y amarillentas, para recordar esa idea maldita de que todos nosotros, todas nuestras entrañas, nuestra piel, será teñida de la misma fragilidad en el largo, mediano o corto plazo. Nos arrugaremos. Las uñas nos crecerán deformes. Nuestra boca no será sino una mueca de dolor, tristeza y desgano. Y de soledad, porque los dientes la abandonarán. Nuestros hombros no querrán izar jamás el emblema del cuello porque nuestra cabeza decidirá mirar hacia el suelo: estaremos cansados de observar generaciones que no entenderemos, y que no entenderán por qué no las entendemos.