24 de agosto de 2008

Móvil

Hay algo de misterio
en la arena rugosa y la espuma arrojada
sobre ella
en las luces costeras y el grito de las gaviotas
que se ríen, se ríen
de algo que ven
y no podemos ver
nosotros
y es terrible que no podamos
porque te deja, me deja
a merced del juicio irrazonable
de la gente que no es gente
que observa y se ríe y se ríe
y dice qué vergüenza
y dice que no tiene nada
porque no lo sabe
no lo sabíamos
no sabían tu móvil


13 de agosto de 2008

Pesadilla

En una hora de la noche, obscura y obscena noche
se despierta y no lo cree:
está envuelto en el pijama de siempre, su desnudez absoluta; en sus sábanas de siempre, en su cama de siempre. Pero en el centro de la ciudad, en una esquina donde pasan micros mironas y transeúntes inquisidores
reprobándolo
porque dicen que es obsceno.

12 de agosto de 2008

Autumn Song

Por fin llegó el otoño y sus atardeceres
incandescentes
y su olor a chimenea
y sus calles de hojas doradas
que se quiebran
cuando alguien las pisa


Summer tale

Hacía tanto calor esa tarde que apenas podía moverse por los pasillos oscuros de la casa. Asomó su cabeza por la terraza en busca de algún vecino con quien compartir la tragedia. Nadie. Unos perros que jadeaban se quedaron mirándolo y moscas, muchas moscas, hacían círculos de desesperación al frente suyo. Entró en su círculo. Pero olvidó un detalle: sus pies descalzos y los cincuenta y cinco grados de calor que sacudían la ciudad. Apenas pisó la superficie empedrada que había sido castigada por el sol durante todo el día, sus pies se adhirieron ella. Fue irreversible. Sus extremidades habían empezado a despedir humo de cocción y un aroma a carne quemada que atrajo más moscas al círculo. Gritó. Otra vez, nadie se acercaba o respondía. Mientras sus pies seguían asándose, pudo constatar por qué nadie había acudido: en las terrazas de las casas contiguas yacían cuerpos o, mejor dicho, restos de cuerpos humanos quemados, negros, arrugados, devorados por moscas y avispas.

10 de agosto de 2008

Fear

El sujeto les temía y ellos percibían su temor. Eran mucho más básicos e intelectualmente limitados en comparación con el sujeto. Éste, en cambio, se sabía tal y era plenamente consciente del peligro que ellos representaban para su integridad. Por ello los evitaba.
Pero se encontraron. En una calle desierta a cuyos costados se derrumbaban edificios a medio terminar, ingresaron ellos por una de las esquinas, sabiendo que el sujeto se colaría por la del extremo: lo habían olido. Él, sin destino fijo, simplemente entró de manera accidental a la calle donde lo aguardaba la emboscada, ignorante. Una vez que advirtió la presencia de ellos, una corriente fría recorrió su cuerpo en segundos y fue inevitable quedarse petrificado frente a sus rostros de acecho. Tenía miedo. Estaba solo. No había otro congénere que pudiera ayudarlo, ahuyentarlos. Y ellos no daban señas de fraternidad, ni menos diplomáticas. Por el contrario, luego de observarlo y analizarlo -dentro de sus posibilidades, ha de entenderse-, le dirigieron gruñidos amenazantes y le enseñaron sus afilados colmillos, dejando caer a ratos un hilo de baba. Ahí estaban, frente a frente, el hombre y la bestia, el miedo y la amenaza que lo causa, la desnudez y la coraza intangible. El sujeto no dejaba de clavar su mirada incrédula sobre esos cuerpos peligrosamente quietos, en posición de ataque, aunque en verdad no los miraba a ellos sino que lo único que podía ver era una serie de imágenes difusas que corrían ante sí, como el glissando de un arpista invisible e inaudible; imágenes de su trabajo, sus años universitarios, de las cosas hechas y deshechas, de los que llegaron y partieron, de sus padres, hermanos, su infancia, una permanencia líquida, caminos recorridos, túneles y estrellas. El sujeto no había dejado de alucinar cuando un dolor punzante deformó su expresión y terminó por botarlo al pavimento. Eran ellos. Habían comenzado por devorar lo que tenían a su alcance: las piernas. Y ahora que estaba retorciéndose sobre el suelo, saltaron sobre él y procedieron primitivamente a ejecutar la amputación del resto de sus miembros, clavando sus armas óseas sobre la malograda carne de la víctima y extrayéndole toda víscera que encontraban bajo ella. Notando que ya no tenía piernas, brazos y otros miembros, el sujeto intentó angustiosamente lanzar un grito de sufrimiento, pero no logró sino escupir un poco de sangre sobre sus verdugos. En ese instante se abalanzaron sobre él y despedazaron lo poco que quedaba de su cuerpo, ingiriendo con desesperación bulímica sus restos hasta llegar al cúlmine momento en que terminaron por reducir al sujeto a una masa sanguinolenta. Saciados, rodearon el residuo, en una especie de rito primario. Aullaron. Luego se alejaron sin hacer sobremesa.
Ahora estaba en cada uno de ellos. Las dudas se transformaron en certezas; los temores en armas eficaces y los límites, en eternidad.