Verano. Probablemente mediodía en un concurrido balneario. Caminamos bajo el infinito sol por un lugar lleno de restaurantes y mesas en la calle, entre el alegre murmullo de la gente y un difuso ambiente de felicidad multitudinaria, hasta que llegamos a un extremo de la playa donde repentinamente, como si lo hubiésemos adivinado o hubiese estado incorporado en nuestra mente, supimos que se acercaba un tsunami. La felicidad colectiva se diluyó una necesidad primitiva de correr lo más rápido posible a encerrarnos en la cabaña. Quedé atrás en la carrera, y todos alcanzaron a entrar menos yo. Toqué inútilmente la puerta porque nadie abrió, mientras oía cada vez más cerca el amenazante rugido de la ola. Volví a golpear. Desde adentro me gritaron que no cabía nadie más. Sin tiempo para explotar de rabia o sentirme humillado, corrí hacia el cerro de atrás y conseguí, aferrándome a unos peumos o cedros, no recuerdo bien, llegar hasta arriba y zafar del maremoto que ya había alcanzado, pensaba, el balcón de la cabaña, según lo que podía escuchar, porque por la desesperación no quise ni tuve tiempo para mirar y comprobarlo. El asunto es que llegué a una suerte de meseta totalmente urbanizada con jardines impecables y modernos edificios blancos de baja altura, como un condominio de verano para gente ABC1, totalmente indemne y ajeno a la catástrofe. En paz. Noté también, con alegre sorpresa, que otra víctima había subido el cerro junto a mí. Intercambiamos opiniones sobre lo sucedido y estrechamos las manos en señal de despedida. El maremoto había terminado y yo aún debía limpiarme y cambiar de ropa para esperar adecuadamente a los ovnis, porque en ese universo, en ese planeta paralelo, después de un maremoto siempre venían los ovnis y era costumbre estar muy elegante para recibirlos. Bajé a la cabaña y ya estaban todos instalados en el balcón orientado hacia la playa. A cada uno se nos asignó una copa, que solemnemente llenamos con champaña. La noche era mágica y no necesitábamos más luz que la de las estrellas y la Luna. De pronto, una estrella se hizo cada vez más grande y brillante. Eran ellos. Nos abrazamos y contemplamos cómo esa estrella se acercaba y nos dejaba descubrir su verdadera naturaleza: una esfera metálica seguida de una cola de fuego producto de la velocidad con que se aproximaba. Cayó sobre el mar, a poca distancia de la orilla. Era majestuosa, brillante, sobrecogedoramente ajena. Inmóvil. Algo tenía que suceder ahora, después de todo el espectáculo. Efectivamente, de la esfera se abrió una compuerta, emergiendo una larga plataforma en dirección a la playa. Minutos después, una diminuta esfera rodó a través de la plataforma hasta quedar detenida en la arena. De ella, a su vez, se abrió una compuerta y salió expulsada una radio negra en la que sonaba una canción de Selena Gómez. Alcancé a divisar la pantalla, que sintonizaba la 102.1, Radio Disney.
3 comentarios:
Me gustaría escribir mis sueños, o ser tan lúcida como tú para recordarlos.
Te estás desapareciendo, oye. Te quiero ver.
Muy bueno.
Un saludo.
Oye pero que bueno, siglos que no pasaba por acá
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